Cuando todo comenzó nadie pensó
que fuera cierto. Se desarrolló rápido y de una manera jamás imaginada. El
fuego iluminaba como nunca cada pedazo de cielo opacando el resplandor de las
estrellas más brillantes del firmamento. Su ruido devorador impedía pensar con
claridad, como si estuviéramos destinados a olvidarlo todo, sin culpa, sin
reproches, sin remordimientos, ya no había nada que hacer.
La humanidad nuevamente en
guerra, pero no contra el prójimo; esta vez estaban todos juntos, en un extraño
abrazo de desconocidos que parecía ser eterno, esperando el final, aguardando
un futuro incierto sin poder defenderse. Una contienda peor que la nunca
sufrida o narrada en el relato más fantástico; se combatían promesas no cumplidas,
postergadas a perpetuidad en un arrepentimiento efímero y sin sentido.
Ocurrió a lo largo del mundo
entero, a la misma hora, tal y como se predijo; nadie pudo escapar. El hombre
enfrentaba su última y más triste batalla, con desesperanza, sin opciones, contra
su más tenebroso enemigo; todo había acabado. Por fin los demonios del hombre
rugían liberados sobre la faz de la Tierra en llamas, al unísono en un
espectáculo sin precedentes que no distinguía entre culpables e inocentes.
En el último instante algunos
prometían, en su trágica desesperación, ser mejores personas. Entre llantos lamentaban
su peor parte, renovaban voluntades y obligaciones jamás encontradas; sus esperanzas,
las mismas de siempre…El ciclo había finalizado y estábamos solos, ante nuestros
peores miedos.
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© Víctor Santamaría, 2016